Somalia, 20 de septiembre, cuarta noche

Hoy estoy solo. M. tiene guardia. No salgo esta noche. Me quedo en mi agujero a la espera de que llegue el sueño.

Desde el campo 2, D. nos cuenta que se está empezando a llenar de gente venida de Dabaab. Llegan en más o menos buenas condiciones después de haber sido alimentados durante meses en ese campo. Cuentan que quieren volver a sus casas abandonadas por la sequía, el hambre y la milicia.

Aquí, en este campo, ya pasamos de los 3.500 y están mal, muy mal. Hoy, en la reunión de las 6,15, me dice el responsable de los técnicos somalíes que ya han encontrado pequeños “bultos” en las afueras de la cerca de alambre cuadrada. Son los primeros cadáveres a recontar. Está preocupado porque las familias no les quitan la cinta de su muñeca con su número de filiación y su número de tienda donde se alojan. Se queja de que así va a ser imposible llevar el estadillo de presencia al punto. También se queja de que la familia, el responsable de la familia, no va decir que ha muerto un familiar y menos si es un niño, porque es la forma de que reciban la misma cantidad de leche para menos niños. Me pregunto, si en esto también estamos locos.

Hoy, V., el comandante polaco, ha venido exultante: ¿Vienes a ver las letrinas nuevas? “Son como las de Birkenau, pero aquí nadie les va a meter prisa, a mi abuelo lo gasearon allí”, me comenta.

Caminamos casi un km. desde “la cruz”. Una fosa de más de 30 metrosde largo por 10 metros de ancho y siete metros de profundidad, con dos pasillos centrales y pequeñas separaciones de plástico duro para individualizar cada cubículo. Unos para mujeres y otros para hombres. Al ser de lona el techo, hace un calor de muerte, pero en fin.

Hoy ha sido un día de sorpresas: el pastor de las cabras nos ha traído la primera “cosecha”: casi doce litros de leche de cabra, rica en grasa y en proteínas. Habrá que rebajarla, y mucho, para que los enanos la puedan digerir.

El técnico logista somalí pone pegas para meter la leche en la nevera enorme de las vacunas… No se da cuenta, ¿o sí?, de que no va a durar ni 24 horas esa leche. En fin.

Han llegado dos comadronas al campo: una uruguaya de MSF y otra belga de Save of Children. M. les ha obligado, sutilmente, a que se corten el pelo a lo “garçon”.

Se han detectado cinco casos de cólera: dos portadores y tres enfermos. Son de la misma familia. Investigamos su recorrido hasta este campo para intentar localizar el foco y eliminarlo. Les aislamos y ponemos un guarda ugandés (para que ni siquiera le entiendan) para que no anden por el campo “infectando” al resto.

Hoy a eso de las once, ha llegado él: viene con su madre (cualquier modelo de la pasarela Cibeles sería una obesa mórbida en comparación con esta mujer), de edad incalculable. Trae a su enano con la mano izquierda envuelta en un trapo de colores, posiblemente cortado del pañuelo que ella lleva cubriéndole la cabeza.

  • Habari (¿cómo estás?)
  • Mwanangu ni mgonjwa (mi hijo está muy enfermo)

Le quito el trapo y descubro una mano izquierda con un dedo colgando y los extensores de cuatro dedos seccionados. El pulgar limpio.

No llora, ni siquiera se asusta, ni siquiera aparta la vista de la mano herida, de vez en cuando mira a su madre como preguntándole, ¿qué me va hacer este blanco pelón en mi mano?

  • Jina langu ni nane,je? (¿cómo te llamas?)
  • Macuala….wewe? (Macuala, y ¿tú?)

¿Cómo le digo a este enano que me llamo Juan Bautista Antonio, que mi familia me llama Batti y que mis amigos me llaman Jon?

  • Mohamed Zeitung (es el nombre de un compañero sirio cardiólogo de Osakidetza que trabajó una temporada conmigo), a lo que las dos enfermeras somalíes se miran entre sí y creo que alucinan.
  • Nimejeruhiwa (me han herido) inhuma hapa (y me duele).

Le explico a la madre como puedo, o me hago entender, qué es lo que le voy hacer, y le digo que tiene que venir todos los días al medico a que le cuide la herida y que la tiene que tener tapada siempre. Y con toda la naturalidad del mundo me pregunta:

  • ¿Ishi? (¿vivirá?) – y me quedo de piedra.

Vuelvo a la sala donde las enfermeras le están lavando de arriba abajo y entro con la nariz de payaso cogida del bolsillo del pantalón de faena, justo ahí, al lado del miedo, de la incertidumbre, de la locura.

Le anestesiamos el bracito. Le digo que me hable y que me cuente cosas. La madre se queda fuera mirando a través del trozo de ventana transparente de plástico que impide el paso al quirófano. Le duelen los pinchazos de la anestesia.  Le pongo la nariz de payaso a la que le tengo que hacer dos agujeros y atarle un hilo de sutura para que no se le caiga. Estoy casi dos y media hora con la mano.

Le enseño un espejo para que se mire y se vea con esa nariz. Nunca ha visto un payaso, pero se ríe a carcajadas. Le enseña la cara a su madre. Le vendamos la mano, le dolerá, seguro, pero también sé que no se quejará.

Se lo entregamos a su madre que ha permanecido de pie y rígida durante todo el rato. Al salir me pregunta:

  • ¿Ni bei gani? (¿cuánto cuesta?)
  • Ni bure (es gratis)

Me mira, se emociona, me coge la mano con su mano cubierta por el vestido que lleva, para no tocarme la piel, e inclinando la cabeza me dice, bajito:

  • “Mueñe sukrani, muana mune” (agradecida,….. hombre).

Salen del container al calor del mediodía, él se da la vuelta para mirarme con la nariz de payaso ladeada (se le acabará cayendo si no aprieta el hilo).

Entro al lavatorio y me miro al espejo. Creo que es la primera vez, en estos días, que mi mirada sonríe.

Hoy no compartiré ni la noche, ni las estrellas, ni el silencio, ni el miedo con M., hoy sólo me preguntaré cuando apague mi frontal si la Vida le dará a Macuala la oportunidad de ver un payaso de verdad.

Usiku mwema, campo Tumaini.

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